Anarquismo Visceral como Reformulación de la Autopercepción de lo Saludable: un caso de estudio dinámico y autoetnográfico

 

Mini-etnografía en concordancia con las exigencias del curso de Antropología Médica 2020, de la escuela de Antropología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, dictado por Diana Espirito Santo

 

Anarquismo Visceral como Reformulación de la Autopercepción de lo Saludable: un caso de estudio dinámico y autoetnográfico

Oscar Eduardo Gamboa

 

 

 

DIFERENCIAR LO MENTAL ES DEMASIADO LIMITANTE

Conceptualización introductoria y propuesta teórica

Hablar de salud mental es un peligro. Se acierta si se entiende una mente como siendo extendida, como la muestra Clark (1998); se acierta cuando la piensa Varela, cuando la describe corporizada[1] (Varela, Thompson, & Rosch, 1991); pero, en el uso cotidiano, todavía mente y cuerpo aparecen como separados. Mi nuevo neurólogo, hace menos de una semana, por ejemplo, me recordaba que él se preocupa del hardware—refiriéndose al cerebro—y que mi psiquiatra era el encargado del software—mente, propiamente clara y distinta, entendida como aquello que emerge de las relaciones, y sin alojamiento físico estable. Tuve que apuntar en la misma dirección cuando hablé con Danny, mi papá, para responderle por qué todavía no estoy bien, después de tantos años: “es un drama hormonal, viejo. Mi hipotálamo no tira los químicos que tiene que tirar, y no hay nada que hacer. Es una enfermedad crónica como cualquier otra. A mi abuela no le funciona el páncreas; a mí no me funciona el cerebro: no queda otra, no hay mucho más que hacer, más que medicarme”. Esto ni siquiera es una simplificación; esto es, derechamente, una mentira. Mi cuerpo y mi mente no solo están imbricados entre ellos en un ensamblaje indiferenciable, sino que mi cuerpo y el mundo comparten una relación similar.

            En las páginas siguientes expongo cómo el mundo vivido y las prácticas que enactuamos movilizan los ciclos de bienestar y decaimiento en S.C. y yo, dos personas con diferente historial diagnóstico, que resultaron convivir en una inesperada situación de caos social. Expongo y propongo, a través del relato de nuestras vidas, cómo una insurrección social espontánea, visceral y descentralizada, intrínsecamente anárquica, fue capaz de desplazar nuestro malestar corpóreo y psíquico, precisamente gracias a la suspensión del modelo estandarizado de exigencias metropolitanas. El mundo resultó volverse tal y como lo necesitábamos, durante una breve primavera insurreccional, y, gracias a ese cambio radical en el ambiente y nuestra enacción, se nos apareció como evidente que la enfermedad no estaba en nuestra mente ni en nuestra subjetividad, estaba en nuestra subjetivación; estaba en la relación entre obligantes, obligaciones, deseos, y marcos de acción y pensamiento; nuestro malestar emergía constantemente, no estaba sentado en nosotrxs de una vez y para siempre, era fluido en el más real de los sentidos, y se renovaba todo el tiempo, mientras llevábamos a cabo nuestras vidas subyugadas. La metrópolis neoliberal, propongo, crea constantemente malestar, y luego sistematiza un canon de visión que agrupa baterías de síntomas correlacionados tanto con secreciones hormonales como con actitudes y prácticas, cuajándolos—a los cánones de visión—en su denominación diagnóstica. La ciudad, entonces, produce enfermedad y encasilla a lxs enfermxs como objeto residual de su propio crecimiento, haciendo necesaria la medicalización y la sistematización de la salud[2] como solución de contención, eterna contención que viene a inyectar vitalidad en un modelo intrínsecamente inestable.

 

NUESTRA VIDA EN EL CAOS

Nueva cotidianidad

En verano de este año (2020), S.C. y yo teníamos cierta cotidianidad emplazada en el corazón de la insurrección del año anterior, la primavera chilena de 2019. En general, S.C. viajaba lo más tarde posible desde Puente Alto al centro de Santiago, donde yo vivía, a pasar la noche juntxs (ver figura 1). Después de comer, conversar y regalonear unas horas, salíamos un rato a recorrer la ciudad con la excusa de ir a comprar algo dulce. Dábamos vueltas largas por el centro sacándole fotos a los rayados y escribiendo algunos propios. Al otro día, después de almorzar bien tarde, íbamos a caminar de nuevo y mirar el fuego que se comía la ciudad—en las calles del centro histórico no pasaban más de dos cuadras sin barricadas—pero, mientras disfrutábamos del paisaje, nuestros pies nos llevaban sin darnos cuenta directo a Plaza Italia. Siempre decíamos que íbamos solo a mirar un rato, pero estando ahí la vorágine nos atrapaba y con el estómago apretado nos amarrábamos la polera en la cabeza y nos metíamos directo contra los carros lanza agua, en Ramón Corvalán con la Alameda (ver figura 2): estar ahí nos movía hacia adelante, y pelear contra la policía se convirtió rápidamente en nuestra cotidianidad. Nuestros cuerpos eran el gatillo, la bocina y el botiquín, y entre lxs dos, y en un mar de armas humanas, usábamos nuestros cuerpos contra los gases del Estado.

Figura 1
Referencia del viaje en metro desde el hogar de S.C. hasta el mío. Las rutas variaban según disponibilidad de los servicios.

Figura 2
Trayecto desde mi habitación hacia las tres principales zonas de batalla en Santiago Centro: Monumento a Carabineros, Ramón Corvalán Melgarejo y el centro de torturas metro estación Baquedano

S.C. y yo nunca pretendimos usar nuestra vida como símbolo. Nuestra lucha no pretende inspirar a las masas, y nuestras acciones no están determinadas por una racionalización afectivo-política. Nuestra vida no es el arma; nuestro cuerpo es el arma. Nuestros afectos, lejos de inscribirse en una corriente y seguir esa causa hasta vencer o morir, emergen de nuestro propio involucramiento con el mundo; nuestra convicción no es tal, sino que es más bien una constante reformulación que concluye visceralmente en concordancia con cierta idea política; esta concordancia resulta ser todo el tiempo así, no está planeada, ni sujeto a pilares ideológicos racionalmente estructurados: en batalla, resultamos ser anarquistas insurrectxs, porque sentimos y pensamos desde la violencia contestataria—en contraposición a la violencia opresiva—pero este resultado es absolutamente espontáneo y efímero. S.C. y yo necesitamos estar en presencia de la violencia policial para olvidar que nuestros cuerpos son de carne, y convertirnos en armamento; si no estamos frente a la violencia del Estado, pero caminamos en paz disfrutando del fuego no contestado que otrxs hacen, entonces todo lo insurrecto se difumina, y nos volvemos un par de primitivistas que disfrutan del caos de la ciudad. Esta es la diferencia radical, nuestra vida no se transforma en el núcleo de una lucha trascendental que represente una verdad incuestionable que está siendo aterrorizada y debe ser defendida; nuestra vida no pretende ser un gran acto político: solo nos instrumentalizamos cuando nos dan ganas de involucrarnos un poco más.

            Durante la explosión de manifestaciones que tuvo lugar desde el 18 de octubre de 2019 y hasta, quizá, la conmemoración del Día Internacional de la Mujer el 8 de marzo de 2020, la metrópolis se mostró irreconocible. El fuego insurrecto acompañaba las calles liberadas de vehículos, el trabajo asalariado redujo sus horarios de opresión sistematizada, la gente encontró alternativas territoriales de apoyo mutuo ante la imposibilidad de realizar viajes que cruzasen la ciudad, y las clases trabajadoras oficialmente desplazadas hacia periferias—que dejan de serlo por la construcción de centros neurálgicos y nuevas periferias más alejadas que las primeras—recibieron el regalo más grande que he visto y recibido: se hizo posible el saqueo masivo, abriendo las posibilidades económicas, por medio de la reventa en ferias libres; las posibilidades de sustento, por medio del saqueo con fines familiares; y las posibilidades de ahorro o consumo, vía compra tras rebaja radical de los precios de artículos de alta calidad. Pero nada de esto tiene un valor liberador que inyecte felicidad directamente en las personas, ninguna razón económica libera de la estructura de un modelo neoliberal que cuaja a las personas en individuos y dirige los caminos. Propongo que el verdadero agente liberador fue aquel que nos alejó—al pueblo económicamente pobre, corpóreamente ágil, laboralmente frustrado, y políticamente desalineado—de los dos núcleos alienantes de la vida de urbe neoliberal: el trabajo asalariado y el control de los impulsos.

 

NUESTRA SUBJETIVIDAD

¿Quién paga nuestras vidas de enfermxs?

S.C. ha convivido con no comer durante toda su vida. Hace unos años se radicalizó y llegó a un bajo histórico cuando su pequeña hija tenía un par de años de vida. En ese año crítico, S.C. cedió una custodia que había mantenido solo unos meses, y se permitió entrar en un cuadro depresivo agravado con tendencias suicidas—que ella misma reconoce como tácticos, en el sentido descrito por Littlewood (2002)[3]—y de automutilación, acompañado de episodios eufóricos autodestructivos. En muchas formas, las presiones de mantener estándares y formar parte de esquemas de reciprocidad, para S.C. son una obligación que no le corresponde. En el afecto materno, por ejemplo, S.C. ve una obligación forzosa de parte de su madre, y todo acto es más bien un cumplimiento de deber, más que una acción movida por un afecto. Su círculo, a ella solo le entrega porque tiene que entregarle; se desprende de esto que S.C. no siente que deba hacer por ellxs más que exactamente lo que tiene que hacer por ellxs. Resuena de inmediato la reciprocidad ecuatoriana y su peso en las penas, y, en este sentido, concuerdo con Tousignat y Maldonado en que “las redes de alianza (…) que son trabajadas [llevadas a cabo, enactuadas] a través de contratos explícitos o tácitos [son aquellas que] que dan forma a los encuentros emocionales y físicos” (1989, pág. 903). Nuestro yo permanece siendo formado por las presiones inmediatas que recibe, y, en ese sentido, S.C. es clara cuando dice que el estrés y los apegos enfermizos de sus padres son precisamente aquello que le está causando el dolor que le provoca el mundo: ¿quién debe hacerse cargo de sus gastos médicos, entonces? ¿quiénes deben aguantar que lxs odie o que lxs ame, pero lxs quiera lejos? Los culpables están ahí, para ella, y son identificables: a sus padres las facturas.

 

La fluidez de la enfermedad

S.C. desde hace muchos años, tiene algún nombre. Personalidad limítrofe es su diagnóstico psiquiátrico clave—la depresión y la anorexia vinieron y se fueron, pero ser borderline se ha ido cuajando en su subjetividad. Yo, sin embargo, jamás he sido propiamente diagnosticado. En instancias particulares se me ha asociado con el déficit atencional, la psicosis, los trastornos del sueño, y definitivamente la depresión clínica, pero siempre, infinidad de neurólogxs y psiquiatras se han refrenado de ponerme un nombre. De entre mis cercanxs aparecen varios diagnósticos ordinarios que se han repetido: autista, esquizofrénico, psicótico, sociópata, pero ninguno alcanza a agrupar mi batería dinámica de síntomas y de expresiones de angustia. Lxs médicos han alcanzado a verlo así, mi subjetividad se resiste a ser susceptible de recibir un nombre definitivo, y esto tiene el doble efecto de motivar mi propia investigación versus quedar destruido en el ego dislocado que me impide el movimiento, en el sentido en el que Rebecca Seligman describe la influencia del sufrimiento en la subjetividad (2010). La medicalización, entonces, no está a cargo de un psiquiatra que soluciona con su poder formal, sino que es una decisión conjunta motivada por deseos curativos tanto como investigativos, y un asombro que impulsa al médico—en general hombre—y a mí—hombre—a un trabajo enriquecedor: la prioridad nunca ha sido el diagnóstico, sino que entender un fenómeno fluido.

            Mi posición de poder, entonces, como persona que asiste a pedir ayuda circunstancial, entendiendo al médico como un par, en lugar de entenderlo como figura de autoridad, permite que la barrera sociológica de estigmatización por encasillamiento pierda su agencia modeladora, y abre la puerta a que para mí en particular la medicalización sí pueda hacer, a veces, bien (Lee, 1999). La legitimidad y el abuso de la sustancia se enmarcan en períodos que aparecen razonablemente subrayados, en los que los pesos ambientales que les generan obligan a elegir entre el peor de dos (o más) males, y tanto lxs médicos como yo lo entendemos así. Lxs demás, de esta forma, aparecen como contrapesos para mi propia investigación sobre mí, y, en tanto tales, no son lxs encargadxs de construirme, sino que simples instancias de retroalimentación. Si S.C. sufre porque le son injustxs, yo sufro porque nadie más existe, y nuestro amor tóxico y codependiente se nutrió precisamente de eso: atrapadxs en una metrópolis para ella injusta y para mí demasiado pequeña, resultamos encontrarnos en una vorágine en la que yo confiaba completamente en sus intuiciones, y ella escuchaba atentamente mis análisis. En la metrópolis enferma, fuimos enfermxs juntxs.

 

Nosotrxs y el caos

El espacio seguro que encontramos la una con el otro se expandió de repente. Una noche, Santiago entero se sacudió y las pequeñas historias individuales como la de S.C. y como la mía se rebalsaron de los cuerpos en un exabrupto general que se dirigió hacia todos los afueras, y contra todxs lxs enemigxs puntuales que cada persona alcanzaba a identificar. Nuestra racionalidad artificialmente instalada en base a presurización citadina, en base a un control de los impulsos que no hemos aprehendido, sino que solo hemos aprendido a respetar so pena de castigo, fue estrepitosamente dejada de lado y repartida por los suelos de las calles, y dimos paso a una insurrección que no apuntaba a ninguna parte; nos abrimos y nos reconocimos sin palabras como primates liberados, eufóricxs ladrones burlescxs extasiadxs con lo maravilloso que era estar haciendo lo que no nos habíamos permitido saber que queríamos hacer.

            El caos explotó en Santiago y la felicidad profunda nos llenó los cuerpos a S.C. y a mí, y a tantxs otrxs. De repente nadie le debía nada, sino que volvían a ser manada; de repente nadie la obligaba a nada, sino que la ciudad la invitaba a transitarla. La ciudad dejó de estar dividida por arterias de fierros con motores viajando a peligrosas velocidades a destinos inciertos y con motivos ocultos, misteriosos y probablemente siniestros; la gente dejó de ser injusta y malintencionada, y todxs se le presentaron a S.C. como simios felices con quienes podía compartir la ciudad. El miedo y la rabia se esfumaron de la cotidianidad reflexiva y encontraron un patrón externo al cual recaer: resultó que toda la vida, todxs habíamos estado siendo tácitamente opromidxs, resultó que nadie quería su vida, resultó ser que nuestra rabia contra elx otrx solo tenía la cara delx otrx porque la misma rabia, la misma pena, el mismo dolor eran lo que nos volvía miopes. El enemigo nunca fue elx otrx en particular que resultó hacernos daño, sino que siempre estuvimos todxs en el mismo encierro afectivo y emocional que nos forzaba a cuajar como personas, como subjetividades complejas y fijas que ocupan cuerpos con fines claros y deseos distinguibles. Nada de eso es cierto, y la insurrección anárquica, llena de saqueos, llena de ferias libres, llena de alternativas al trabajo asalariado; la insurrección espontánea y visceral que nos abrió las calles mientras nos abría las vidas, nos trajo la evidencia sensorial de que en realidad con nosotrxs mismxs no había nada de mal, que en realidad hacia nosotrxs mismxs no teníamos que volver a enfocar la rabia: odio como soy no en base a lo que soy, sino que soy un sujeto moldeado para una cosa, al que después se le exige otra sin avisar; ella es una sujeta abusada y abandonada por un modelo de crianza y monogamia atrofiados, a quien le exigen el olvido y la reciprocidad. El mundo nos parecía todo lo que podía existir, pero esa pequeña primavera nos mostró que hay mucho más.

 

EPÍLOGO Y ALGUNAS CONCLUSIONES

 

La relación del ser físico, psíquico en el ambiente social y político, en términos de salud, al estilo de Fassin, aquella que toma forma en sus caracteres sociológicos e institucionales, y por fuerza guía las manifestaciones a la vez que es retroalimentada, impregna la vida de la persona que resulta vivirla (2004). No importa que teóricamente sepamos que es históricamente construida, porque en la escala de la vida de una persona, aparece, se siente como eterna e inmutable: la salud es cierta cosa, y a veces consideramos que es más de esto y menos de aquello, pero perceptiblemente se va cuajando una conceptualización con límites que, si bien se mantienen difusos, de todas formas presentan un dentro y un afuera muy contrastables. La ciudad, entonces, enseña a las personas qué es estar saludable, y luego les enfrenta unxs a otrxs en una batalla por su supervivencia. La insurrección nos enseña que el odio del otrx nos es semejante, y que su agresividad es una emergencia espontánea, residual y circunstancial de una ontogenia desequilibrante.

            S.C. y yo ya no estamos ansiosxs y codependientemente atentxs y pendientes a que elx otrx no se vaya y nos deje un vacío injusto; pudimos ver lo hermoso de la animalidad, y más rato, cuando nos vayamos a dormir, sabremos que nuestros dolores no deben ser defendidos como si las hienas nos lo fueran a carroñar, sino que pueden ser adormecidos con abrazos y caminatas, y entendidos con gestos pacientes y palabras precisas.

Nombre:

Oscar Eduardo Gamboa

Datos introductorios; campo, principal perspectiva teórica y conceptual

 

 

 

 

20%

Contenidos etnográficos y descriptivos

 

 

 

 

 

 

 

 

30%

Contenidos de análisis conceptual (y si corresponde comparativo)

 

 

 

 

 

 

20%

 

Interpretaciones y conclusiones

 

 

 

 

 

 

 

 

 

20%

Bibliografía

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

5%

EXTRAS:

Posición de investigador

 

Historicidad

del objeto

 

Avenidas para futuras investigaciones

 

5%

 

NOTA FINAL

 

19%

29%

20%

20%

5%

3%

96%

= 6,7

EVALUACIÓN Y COMENTARIOS

ASPECTOS POSITIVOS

 Tu perspectiva es bien original Oscar; has buscado un nudo personal (de ti mismo y tu pareja) y extrapolado a la ciudad, o sea, a realidades mayores, sean estas espaciales, como describes en tus exploraciones de las rotas con S.C. durante el estallido (cuando se sintieron por primera vez parte de la ciudad, de sus habitantes), o conceptuales, en tus explicaciones de la insuficiencia de las categorías de diagnóstico, y los males del capitalismo neoliberal. Está bien tejido el argumento de que en este caos ustedes se encontraron, fueron resonantes, estuvieron en paz. Esa relación entre detalles específicos de la etnografía (de las vidas cuotidianas y afectos de interlocutores – que, en este caso, son ustedes), y puntos de interés para un argumento antropológico más general, es esencial. Y lo hiciste de forma excelente.

 

Pero a la vez te pongo dos criticas:

 SUGERENCIAS

La primera es tu falta de claridad, por veces. Escribes muy bien, pero a veces se te trasborda la escrita creativa y te vuelves un poco difícil de leer/entender. Hay que siempre mantenerte lo más claro que puedas. No puede haber espacio para ambigüedades.

 

La segunda es que me parece que a veces haces constataciones un poco generalizadoras – que por más que sean verdad, no sé hasta qué punto son válidas y relevantes para un ensayo con un propósito en mente, que, en tu caso, es hacer un argumento relevante en antropología médica. Por ejemplo, hablas de “metrópolis neoliberal”. Pero no está claro este término, primero porque no explicas su contexto/historia (neoliberalismo, desarrollo de la medicina psiquiátrica), y segundo, porque no explicas qué tiene de “neoliberal” la metrópolis en tu caso en particular.  El caso de C.S. es más claro – por las presiones de reciprocidad, obligación, etc., pero aun así no es convincente al todo. Porque en el caso de C.S. estamos hablando de relaciones familiares y parentesco. En tu caso no está para nada claro que tiene que ver con neoliberalismo y sus presiones en la juventud. Estoy de acuerdo que la enfermedad es un proceso fluido. Está muy bien que hayas decidido enseñar las trayectorias que ustedes hicieron en la ciudad para reganar su sentido de sí mismo - movimiento. De hecho, es un tropo que pudieras haber explorado a más profundidad, haciendo por ejemplo un análisis comparativo - ver “The City is my mother”, de Anne Lovell. Pero lo que estoy diciendo es que hay un conjunto de frases que son problemáticas, y merecedoras de desconstrucción, si es que quieres ir por esa avenida.

 

Ej.

La metrópolis neoliberal, propongo, crea constantemente malestar, y luego sistematiza un canon de visión que agrupa baterías de síntomas correlacionados tanto con secreciones hormonales como con actitudes y prácticas, cuajándolos—a los cánones de visión—en su denominación diagnóstica.

Propongo que el verdadero agente liberador fue aquel que nos alejó—al pueblo económicamente pobre, corpóreamente ágil, laboralmente frustrado, y políticamente desalineado—de los dos núcleos alienantes de la vida de urbe neoliberal: el trabajo asalariado y el control de los impulsos.


 

Bibliografía

Clark, A. (1998). Being there: Putting brain, body, and world together again. MIT Press.

Fassin, D. (2004). Entre las Políticas de lo Viviente y las Políticas de la Vida: Hacia una Antropología de la Salud. Revista Colombiana de Antropología, 283-318.

Lee, S. (1999). Diagnosis Postponed. En Culture, Medicine and Psychiatry 23 (págs. 349–380). Holanda: Kluwer Academic Publishers.

Littlewood, R. (2002). Pathologies of the West: An Anthropology of Mental Illnes in Europe and America. Ithaca, NY: Cornell University Press.

Seligman, R. (2010). The Unmaking and Making of Self: Embodied Suffering and Mind–Body Healing in Brazilian Candomblé. ETHOS. Journal of the Society for Psychological Anthropology, 38(3), 297–320.

Tousignat, M., & Maldonado, M. (1989). Sadness, Depression and Social Reciprocity in Highland Ecuador. Laboratoire de recherche en écologie humaine et sociale, Université du Québec à Montréal,, 899-904.

Varela, F. J., Thompson, E., & Rosch, E. (1991). The Embodied Mind: Cognitive Science and Human Experience. Cambridge, Massachusetts: The MIT Press.

 

 



[1] Traduzco embodied como corporizada, y no como incorporada, porque en español esta última remite solamente a algo agregado a un conjunto—la raíz latina corps (cuerpo) se ha perdido en el uso cotidiano.

[2] Si bien en esta propuesta etnográfica me centro en la producción de medicalización, mi crítica al modelo de vida de aglomeración metropolitana se extiende también a la mantención de la cárcel, la exclusión barrial, la educación institucionalizada, las normas de etiqueta, la violencia policíaca, la crianza parental—en oposición a la crianza comunitaria—la vida en cubículos, y el trabajo asalariado. Algunos de estos tópicos tocarán este relato; otros tendrán que esperar a otra oportunidad.

[3] S.C. comenta sobre sus intentos de suicidio que estos son una forma de “apretar el botón de reinicio”. Es decir, en el intento de suicidio no busca su propia muerte, sino que ser exculpada, y retomar su vida desde un punto seguro, sin las presiones de ser y actuar como no quería ni podía.

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