Comentarios sobre la Certeza, su Posibilidad y su Necesidad
Pretendo,
en las páginas siguientes, expresar reparos sobre, y subrayar aciertos de los
escritos wittgensteinianos sobre la certeza. Las dudas inauditas, las dudas
extremas, las dudas de papel representan en mi pensamiento un gran acierto
metodológico, a pesar de que en la cotidianidad puedan parecer descabelladas y
sin sentido. La posibilidad de ser usadas como señales de alerta que obligan a
tomar conciencia del camino que se está llevando al teorizar son su herramienta
principal en cualquier contexto en particular, pero, más allá de eso, es
necesario entender que nuestros parámetros de aquellos que nos suena verosímil
son fluctuantes, y están sujetos a cambios en las formas de ser y de pensar
tanto como el resto de los conceptos y tanto como cualquier palabra lo está
dentro de una cultura que jamás es estática.
Me centro, en esta reflexión breve,
en la variabilidad de las costumbres y de los usos sociales, y comparo mi
propio pensamiento con el de Ludwig Wittgenstein, de quien extraigo la visión
de las formas de presentación del lenguaje, expuestas transversalmente en sus
Investigaciones Filosóficas (Wittgenstein,
1988) ,
y utilizo en términos amplios e interpretados de forma laxa, para expandirlas
no solo al lenguaje, sino a toda expresión cultural. El hecho de ver al
conocimiento como una creencia verdadera justificada se vuelve susceptible de
agujeros, pero es precisamente aquello lo que ocurre en la vida cotidiana. La
verdad de las cosas no se nos presenta infalible, sino todo lo contrario:
vivimos sujetos al cambio y la espontaneidad, espontaneidad no producida porque
las cosas en el mundo sean en efecto espontáneas, sino más bien porque el mundo
opera en un nivel de complejidad al que no tenemos acceso. Nuestra certeza es
siempre falible precisamente porque está inserta en el mundo y versa sobre objetos
que están sumergidos no solo en aparatos hipercomplejos, sino en mismos océanos
de relaciones, océanos imposibles de comprender y predecir a cabalidad.
Propongo, en definitiva, que la
certeza absoluta no es alcanzable, esto, primeramente, pero, más importante,
propongo que no es necesario enredarnos sufrientes de la imposibilidad de
certeza. En occidente consideramos válidos al testimonio, la sensorialidad y el
razonamiento como justificantes, y a una creencia justificada como una creencia
de la que vale la pena hablar, pero no debemos olvidarnos nunca de que la
justificación estará siempre inserta en una cosmovisión globalizante que
canaliza las formas de percibir la verdad, y le da grados de confiabilidad que
siempre están sujetos a fluctuaciones históricas y consideraciones culturales.
Sobre la validez metodológica de la
duda
Poner
en tela de juicio los límites de la duda puede fácilmente volverse
contraproducente, y dice más sobre la confianza de Wittgenstein en sus patrones
culturales que de Moore, del escepticismo, o de la validez de la
caracterización de conocimiento como creencia verdadera justificada. Debemos
tener siempre no solo en cuenta, sino presente, que la duda metódica, incluso
la denostada duda de papel no es más que un ejercicio mental para plantearnos
la posibilidad de una esfera de conocimiento a la que no tengamos acceso
certero. Dicho de otra forma, la duda extrema es un estiramiento al absurdo:
siempre va a sonar ridícula, poco realista, y no concordante con el mundo
cotidiano. El valor metodológico de la duda de papel, a pesar de que se la
pretenda descartar, consiste en una señal de alerta para quien investigue en
sus cercanías teóricas. La identifico, ya va quedando claro, como una
herramienta del orden de la reductio ad absurdum. La duda absurda, como
recurso metodológico es, entonces, un centinela que no es capaz de refutar las
concepciones de verdad bien insertadas en el mundo, sino que, de mantenerse
irrefutable, deberá ser considerada mientras se realiza el ejercicio de
pensar hacia los límites. Las zonas seguras pueden resultar evidentes cuando se
vive en ellas, cuando todo el sistema de pensamiento y de creencias apunta
hacia su veracidad, cuando un juicio sobre el mundo no requiere más que
verosimilitud para ser considerado como poseedor de valor argumentativo—¡qué es
una mano sino esto con lo que escribo sobre el teclado!—, pero a medida que me
voy acercando al límite de mis sentidos, estos sí pueden engañarme, y lo hacer
con bastante regularidad: es ahí, en los límites, cuando el haber dudado
actualiza su valor potencial.
A esto me refiero específicamente cuando propongo
que ponerlos en tela de juicio, dudar del alcance de la duda misma y
ridiculizarla cuando solo se expresa en términos que parecen extraños o
descabellados, inauditos, puede volverse contraproducente: el ejercicio del
pensamiento se libera a un universo sin que haya algo que le recuerde que debe
estar cauto ante aseveraciones injustificables.
Sobre la miopía de crecer dentro de una
cultura
Así
como el lecho del río se mueve poco a poco, erosionado por la corriente, al
mismo tiempo que él mismo guía a la corriente y la obliga a seguir su paso, así
funciona la cultura. El mundo real es no solo un río sino toda una hidrografía,
y denominamos cultura tal o cual, a cierto río o lago, que posee esta o aquella
canalización, y llamamos océano, tal vez, al complejo macro cultural que recibe
el nombre de cultura occidental; sabemos, sin embargo, que todas las aguas
pertenecen a una gran geografía que no puede ser separada salvo analíticamente:
¿por qué nos empeñamos en olvidar que occidente no representa más que una
ínfima visión del mundo, dentro de la amplitud de posibilidades de ser y ver?
El mundo real no es solo un mar, sino que un sistema entero, y sus erosiones
forjan y son forjadas por las aguas que somos nosotros, seres culturales,
vivos, animales o vegetales, cada uno participante.
Que el breve paréntesis que antecede
al resto de mi argumentación sirva de marco teórico. Me enfoco en una cosmovisión
que entiende que nos hemos equivocado antes, y que busca integrar esa
posibilidad del error en su estructura teorizadora, en lugar de simplemente
indicar el error de alguien más y asumir que ahora se está pensando como se
debe pensar. Lo cierto es que los patrones culturales van cambiando. La forma
de entender los constructos sociales, y mediante ellos los lingüísticos, se van
adaptando a nuevos paradigmas constantemente, y lo que parece inverosímil aquí
y ahora no es cuestionable allá y ahora, o no lo será acá y pronto, o no lo fue
allá en el pasado. Cuando Wittgenstein, en Sobre la Certeza (SC), habla de la
confianza en el conocimiento de la temperatura de ebullición del agua en 293 (2009, pág. 239) , o de la confianza
en el uso correcto del término mano, de que esto con lo que escribo es, en
efecto e indudablemente una mano, en 306 (2009, pág. 241) , acierta en notar
que dichos conocimientos están, dicho en mis términos, sumergidos en un aparato
cultural—de divulgación científica comprobable en casa con un simple
termómetro, el primero; de orden lingüístico por ser una usuaria experta del
idioma castellano, el segundo—del cual inevitablemente dependen. ¿Cómo sé que el
agua ebulle a cien grados? Tengo todo un sistema de creencias científicas que
avalan dicho conocimiento, y no solo dicho conocimiento en bruto, sino, más
bien, expresado en esos términos, pero también tengo la posibilidad de
verificarlo en la práctica: este conocimiento llega a mí y se me aparece como
cierto porque todo en el mundo apunta a su veracidad. Las únicas formas de
equivocarme al respecto son no haber considerado un cambio de ambiente en mi
experimentación—la presión atmosférica, por ejemplo, cambia esta temperatura—o
no notar que debí haberme expresado en F° en vez de C°. Del mismo modo, puedo
asegurar que esto con lo que escribo y me rasco la barba es una mano
precisamente porque he escuchado toda mi vida que es una mano, pero no solo
eso, sino que también he usado la palabra mano y otras personas me han
entendido: el mundo castellano de mi crianza sería, en analogía con ejemplo
anterior, la comprobación empírica del uso correcto, la comprobación de esa
verdad, y la única forma de fallar es, entonces, no haberme dado cuenta que estoy
en un ambiente cultural distinto, en el que es mi forma de usar el término mano
la que yerra, y no mi concepción del concepto mismo. Como bien se expresa en
287 (2009, pág.
237) ,
el conocimiento no se concluye de una estimación de todos los factores, puestos
en una tabla mental y esquematizados con comprobaciones transversales; el
conocimiento se intuye: como la ardilla, yo simplemente resulto saber, y
resulto saber en base a mi lugar en el océano cultural, resulto saber porque me
ubico en un tiempo y en un espacio en el que emergen certezas prácticas de las
que no puedo escapar. Me veo sumergido en formas de estar en el mundo, formas
que solo puedo cuestionar desde el papel.
José Ortega y Gasset concuerda
conmigo con la sutileza de no considerarlo un flujo sino una arquitectura, y
propone que la realidad radical es la diferenciación que se logra cuando se
supera la alteración (otredad) a través del ensimismamiento (mirada profunda al
yo), lo que conlleva a reconocerse a sí mismo en cuanto distinguible de algo
que es no-yo. Todo lo que no es yo es lo otro, y mi acceso a esa realidad está
mediado por mi realidad radical. La realidad radical es, entonces, la única
certera y siempre genuina, imposible de falsear, y constituye todo aquello a lo
que tengo acceso directo y no circunstancial. La realidad radical termina, por
lo tanto, ahí donde puedo tener contacto con otro cuerpo, asegurándome de su
realidad en base a su interacción irrefutable con mi realidad radical interna,
y todo lo que no es parte de mi realidad radical, sino que parte de otras
realidades a las cuales mi acceso no es directo, podrá ser llamado
interpretación. Las cosas con las que tengo o puedo tener contacto son para
algo o son obstáculo para algo. Mi yo incluye a mi aquí, porque mientras exista
estoy irremediablemente en algún aquí particular y en ningún otro al mismo
tiempo: mi realidad radical alcanza, entonces, no solo a mi yo interno, sino
también a mi circunstancia, esta entendida como las particularidades del mundo
desde mi perspectiva, y todo lo demás es para, en desmedro de cualquier esencia
que se pretenda que tenga. Estos ser para, estas servicialidad y dificultad de
las cosas se entrelazan en campos de asuntos o importancias formando
arquitecturas de servicialidad, así una cosa en particular puede serme desde
varios campos al mismo tiempo, y me será útil en algunos y quizá
contraproducente en algún otro, y de estos campos se obtiene otra de las
características del mundo que existe, y esta es que el mundo está organizado en
estos campos de asuntos o importancias –campos pragmáticos—, que son campos de
cuerpos y que, a pesar de su dinamismo, tienen un lugar más o menos concreto en
el mundo, de lo que se desprende que están respecto a mí hacia alguna parte.
Podemos decir, entonces, que cada cosa que se nos aparece lo hace en cuanto
perteneciente a uno o más de estos campos, y que cada campo es una secuencia
dinámica de relaciones entre cosas, y no las cosas en sí. El mundo está
compuesto, por lo tanto, no de cosas en sí, sino de relaciones entre las cosas,
y estas relaciones son en cuanto servidumbre para cada yo particular. Para cada
persona existe un mundo y una realidad radical a la que otras realidades radicales
no tienen acceso. Las mentes solo pueden reconocer la radicalidad de la
existencia del cuerpo del otro, pero no alcanzan a hacer más que interpretar la
posibilidad de que exista en ese cuerpo una mente análoga a la mía. El cuerpo
del otro es radicalmente real y forma parte de las series dinámicas de los
campos pragmáticos que componen el mundo, pero su mente, la intuición de que en
ese otro hay una mente como la mía, con su propia radicalidad y para la cual
existe una circunstancia única inescrutable para el resto, esa intuición no es
más que interpretación: mis sentidos no me son suficientes para confirmar la
existencia del otro en cuanto sí mismo independiente (Ortega y
Gasset, 1946-1983) .
Ante esto solo tengo la confianza histórica—ahora volviendo a mis términos—de
haber tenido un sistema que no depende de una sola persona ni de una sola causa
para que mi consecuencia sea creer y no poder sinceramente dudar de la
confianza de que el mundo externo existe, o de que la persona que tengo en
frente tiene una mente como la mía, o de que la mano existe o el agua ebulle a
cierta temperatura. No importa no tener este grado de certeza porque seguimos
sumergidos en un mundo en el que ese es cierto a pesar de todo. Lo que importa
es darnos cuenta de que la falla es no solo posible, sino recurrente.
Defensa al
escepticismo y palabras de cierre
No
hay mejor defensa al escepticismo radical que el hecho del mundo de que
nosotros sí fallamos. La certeza y la posibilidad de certeza puede entregarnos
un armazón conceptual y una capacidad de movimiento práctico que nos permiten
comunicarnos con y vivir junto a y entre (among) otros. Fallamos, sin
embargo, todo el tiempo. La certeza lingüística, la certeza de praxis, aquella
que en la que nos encontramos confiando todo el tiempo, esa certeza es falible,
y constantemente estamos dando tropezones; constantemente estamos
malinterpretando a otras personas, constantemente estamos diferenciando mal
entre este uso y este otro uso ligeramente distinto de tal palabra. No
necesitamos certezas más grandes en nuestra cotidianidad porque estamos
viviendo mientras aprendemos sobre el mundo. Cuando propongo, como especie, que
el conocimiento es creencia verdadera justificada tengo que siempre entender
que la justificación estará siempre sujeta a vacíos. Nosotros decimos que
estamos justificados en creer algo no porque tengamos los datos; precisamente
porque no tenemos ni podemos tener todos los datos es que justificaciones se
nos aparecen como razonables, y es esta razonabilidad la que varía de cultura
en cultura y de época en época. Debemos entender, como filósofos, que somos
occidentales y criados en metrópolis. Debemos entender que el margen
justificativo que nosotros consideramos válido solo puede tener cabida en
nuestro contexto sociohistórico, y dejar de pretender universalidad al discurso
explicativo: la verdad es que nosotros mismos concedemos gradualidad a los
justificantes. Las cosas son más o menos seguras. Hablar de una certeza
inexorable es hablar de una certeza que no es de uso, sino que se pretende
universal.
Lamentablemente para los filósofos
que hablan de esta forma etérea de certeza, de esta certeza incuestionable, las
ciencias físicas tienen una respuesta devastadora, y es que el mundo como se
conoce es en realidad estable hasta ciertos límites probabilísticos. Sobre la
realidad menos visible recae una forma de existencia que tuerce la posibilidad
de intuición, y este principio, el de incertidumbre, tiene efecto siempre y en
todo momento, en todo orden de cosas a nivel subatómico, y con el efecto
destructivo suficiente como para asegurarse de devolver cualquier pretensión de
certeza no contextualizable a su estado más dinámico y natural de certeza
comunicativa. Nos devuelve la humildad y nos recuerda que incluso aunque
juguemos a poder conocer todo lo que existe, el mundo persistirá en mostrarnos
nuestro propio error, una y otra vez. Solo podemos conocer en nuestros propios
términos culturales, y no hay tristeza en entendernos falibles: después de
todo, fallando se reestructura el mundo, y estando en él se erosionan los
fondos que sostienen a nuestra hidrografía cultural.
Bibliografía
Ortega y Gasset, J. (1946-1983).
Obras Completas. Madrid: Editorial Alianza/ Revista de Occidente.
Wittgenstein, L. (1988).
Investigaciones Filosóficas. Barcelona: Crítica.
Wittgenstein, L. (2009). Wittgenstein
I. Madrid: Gredos.